Participación de cartón

La Constitución de la Ciudad suele ser reconocida como una de las constituciones más avanzadas y piolas del país, y sin duda, lo es en muchos aspectos, sobre todo en lo que se refiere al reconocimiento y operatividad de los derechos económicos, sociales y culturales.

 

Uno de los aspectos más reivindicados es la definición de su régimen de gobierno como una democracia participativa. Se deja atrás la vieja idea de que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Ahora, “el pueblo” participa en el proceso de toma de decisiones, a través de diferentes mecanismos constitucionales: iniciativa para el tratamiento de leyes, referéndum vinculante, consulta no vinculante, audiencias públicas, revocatoria de mandatos.

 

Hasta aquí todos muy interesante. Una lástima que en 18 años de autonomía no se haya sancionado ni una sola ley por iniciativa popular ni se haya convocado a referéndum o consulta, pero bueno, será que el “pueblo” no está muy interesado en participar.

 

Sin embargo, si analizamos detenidamente la Constitución nos damos cuenta que tras ese manto de democracia participativa, el constituyente le puso un cerrojo a la participación real del “pueblo” en temas de alta trascendencia. Y lo hizo en los mismos artículos en los que adoptaba los mecanismos participativos.

 

Por ejemplo, al legislar sobre el referéndum obligatorio y vinculante destinado a la sanción, reforma o derogación de una norma de alcance general, se establece que están excluidas de este mecanismo las cuestiones que requieran mayorías especiales para su aprobación. Lo mismo vale para la consulta no vinculante.

 

El detalle es que dentro de las cuestiones que requieran mayorías especiales están los Códigos de Planeamiento Urbano, Ambiental y de Edificación, el Plan Urbano Ambiental de la Ciudad; la imposición de nombres a sitios públicos; el emplazamiento de monumentos y esculturas; la declaración de monumentos, áreas y sitios históricos; la preservación y conservación del patrimonio cultural; la aprobación de los símbolos oficiales de la Ciudad; la sanción del Código Electoral y de la Ley de partidos políticos.

 

El emplazamiento del shopping en Caballito o del monumento a Colón; la urbanización de villas; el destino a darle a los terrenos ferroviarios en desuso que existen en la Ciudad; la autorización de construcción del Barrio Santa María de los Buenos Ayres en la ex Ciudad Deportiva de la Boca; el regreso a Boedo de la cancha del club San Lorenzo, todos estos temas, entre muchos otros, están vedados a ser definidos por el pueblo a través del referéndum o consulta popular.

 

Menciono estos casos por ser siempre fuente de conflicto social y de acusaciones, a veces infundadas, de corrupción a los legisladores y partidos políticos que los propician. Con lo cual, la consulta al pueblo soberano sería la mejor manera de saldar la cuestión (aun a riesgo de que esa resolución vaya en una dirección contraria a lo que uno pueda opinar). Al mismo tiempo, sería una manera enriquecedora de debatir públicamente los diferentes proyectos de Ciudad, que atraviesan el debate político sobre la vida en una gran urbe como Buenos Aires y su entorno metropolitano.

 

Es cierto que en todos estos casos se prevé la celebración de una audiencia pública, y, en algunos, hasta el procedimiento de sanción con doble lectura, pero el hecho de que no exista ningún mecanismo que obligue al legislador a respetar las observaciones que se realicen en esta instancia, la ha vaciado de sentido. La audiencia pública se transformó en una formalidad del procedimiento. No importa si participan 10, 500 ó 2.000 ni tampoco lo que allí se diga. Solo hacerla.

 

Este diseño institucional prioriza los acuerdos entre los actores políticos con representación parlamentaria por sobre la opinión de los ciudadanos. Lo típico de cualquier sistema político, es cierto. Lo raro, y en cierto punto, perverso, es que se haya hecho invocando la ampliación de los mecanismos de participación ciudadana.

 

Si queremos que el “pueblo” participe debemos darle poder de decisión real en asuntos relevantes de la vida pública. Lo contrario es una participación de cartón.

 

(Este artículo fue publicado originalmente en el portal nueva-ciudad.com.ar, el 16/10/2014).